29 agosto 2006

Relatos Cortos. El Paraíso.

6 de marzo de 2006


Por fin lo había conseguido. El paraíso existía. Estaba contemplándolo con sus propios ojos.

No sabría decir si era tal y como lo había imaginado, mejor, peor o, simplemente, distinto. El hecho de estar allí la privaba de cualquier tipo de razonamiento, más aún de razón crítica.

Mientras sus pupilas se contraían progresivamente ante el efecto de la luz y un horizonte infinito, pudo ir contemplando a los seres que deambulaban por su entorno. ¡Eran todos tan diferentes! Masculinos, femeninos o indeterminados. Todos ellos tenían una historia que contar basada en sus vivencias, que podía ser buenas, malas… Pero todas individuales.

Por supuesto, ninguno iba uniformado. Había quien llevaba el pelo largo, otros lo lucían corto, con mechas o teñido… Hasta algunos vio con distintos colores a la vez. En cuanto a las prendas, eran también totalmente diferentes entre sí. Parecía que aquellas ropas de alguna manera se complementaban con la personalidad de quien las llevara; de esta manera, podían parecer recatadas, provocativas o presumidas. Cosa que por otro lado a ella le gustaba, pues el color y la diversidad constituían un auténtico festín para su sentido visual.

No obstante, lo que más le costaba asimilar eran las conversaciones que mantenían entre ellos. De manera débil y entrecortada llegaba hasta sus oídos: unos hablaban de sexo, otros, de amores y desengaños, y algún que otro de cuestiones que no alcanzaba a oír ni entender.

Todo aquel nuevo mundo la embriagaba. Le hacía sentir unas extrañas emociones que desconocía que pudieran existir. Fuera como fuera, estaba satisfecha. Sólo se le enturbió por unos momentos el ánimo cuando recordó aquel período de tiempo donde la tristeza y los sentimientos de culpa que la embargaban eran clónicos día a día. En ningún momento a lo largo de aquel período de tiempo había habido ninguna jornada que se diferenciara de las demás.

En aquel preciso momento unas campanas tañeron a sus espaldas. Por fin había salido del convento de clausura.
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27 agosto 2006

La naturaleza de Donald Rumsfeld

Sevilla, 27 de agosto de 2006


El funcionamiento de la naturaleza humana es aún una cuestión a resolver. Hasta el día de hoy, existen numerosas teorías acerca de la misma: desde los planteamientos de Platón, o los del Cristianismo, hasta llegar a Lorentz, pasando por Marx, Freud o Sartre. Ninguno nos ofrecerá una visión total y absoluta del ser humano. No obstante, por separado, las distintas teorías pueden acercarnos a la realidad. Y, sobre todo, tienen la capacidad de hacernos pensar.

De lo que sí podemos tener certeza es de la diferencia que existe entre el mal natural, provocado por acciones destructoras de la naturaleza (terremotos, huracanes, etc., etc.) y el mal moral proveniente de la voluntad del ser humano. Este mal, según los filósofos, puede dividirse a su vez en el mal que padecemos por culpa de otros y en el mal que nosotros provocamos a otros. Así, podemos concluir en que el mal consiste en ejercer violencia contra un ser, causándole dolor físico o psíquico.

Lo que ya no me resulta posible discernir, ni tan siquiera especular, es sobre la naturaleza del Secretario de Defensa de los Estados Unidos y su propia visión del mal. Cuando el Presidente Zapatero anunció la retirada de las tropas de Irak en cumplimiento de su promesa electoral, todos pudimos ver por televisión como el Sr. Rumsfeld imitaba a las gallinas refiriéndose a los españoles.

Pasado un tiempo, nos encontramos con un Irak en el cual mueren de media unas 40 personas al día a causa del terrorismo; en los últimos meses podemos observar como estas víctimas son, casi en su totalidad, civiles iraquíes. Casi no se dan bajas en el ejército americano por acción de los integristas. Que conste que no hago distinción entre las víctimas del integrismo; sólo dejo de relieve que lo que sí demuestran los datos es que las tropas americanas están acuarteladas y a buen recaudo, siendo un ejército de ocupación que sólo se protege a sí mismo.

Quizás esta sea la muestra más clara de la naturaleza del mal del señor Rumsfeld: abandonar a mujeres, hombres y niños/as ante la barbarie del terrorismo, en vez de protegerlos contra él, siendo además uno de los responsables desencadenante de la situación actual. Quizás habría que preguntarle en qué consiste la valentía al Secretario de Defensa americano. ¿Es cobarde cumplir el mandato popular expresado en las urnas y retirarse de una guerra sin sentido, donde un enloquecido Aznar nos metió para ganarse la simpatía de Bush? ¿No es aún más cobarde no defender a los más débiles, víctimas potenciales debido a nuestras decisiones?

El coste político se impone a la vida. En los primeros momentos de la intervención militar, cuando ustedes pensaban que aquello iba a ser un mero desfile, veíamos por televisión la llegada de los primeros féretros y los honores que se les rendían. Cuando las bajas fueron aumentando y ya no podían ser asumidas políticamente, el Presidente Bush prohibió la difusión de cualquier imagen relacionada con la muerte de los soldados americanos. La preocupación acerca del desgaste de su imagen primó sobre los honores de los fallecidos en combate.

Sr. Rumsfeld, no sé si los españoles somos unos gallinas o si es usted en la actualidad un avestruz, que cada día esconde la cabeza para eludir su responsabilidad. Lo que sí tengo claro como mujer es que en usted se da esa dualidad: el mal que provoca a otros y el mal que se provoca contra sí mismo.

19 agosto 2006

Reflexiones de Plumilla: Los que vivimos sin Dios

Sevilla, 19 de agosto de 2006


Las personas que respetamos las creencias religiosas, aunque no participemos de ellas, que observamos la Fe como un Don Divino, incuestionable e incuestionado de los que la poseen, siempre que los preceptos no vayan en contra de la Ética ni de los Derechos Humanos, solemos tener problemas.

El primero es de género. Si eres mujer, estás privada en las tres grandes religiones monoteístas de Occidente de cualquier tipo de protagonismo. La sumisión, junto con la obediencia al varón que las lidera, es una constante en ellas. Y eso cuando no estamos directamente proscritas aunque toleradas, por el ser origen primigenio del pecado, ya sea sobrevenido u original.

El segundo problema con el que nos topamos es el del criterio que se sigue para respetar o no la vida humana, según los principios religiosos de estas tres confesiones. A través de la pantalla del televisor, veo como un hebreo recita fragmentos de la Torá sobre un blindado que escasos minutos antes ha vomitado fuego, sangre y muerte en forma de proyectil. En otro canal, observo a un miliciano musulmán portar en una mano una AK-47 y en la otra una bandera que contiene pasajes del Corán. En el mismo reportaje aparece, en una escena de archivo, al presidente de los Estados Unidos ataviado con uniforme de aviador arengando a las tropas; anunciándoles con el rostro lleno de satisfacción que la guerra contra Irak ha terminado y cierra su discurso con un “Dios Bendiga América”, desde su fe de cristiano protestante.

Puede comprobarse con nitidez que las tres religiones incumplen el precepto que les dio forma: “No matarás”. Mandato que queda claramente explícito en sus tres Sagradas Escrituras.

Segura estoy de la existencia de teólogos que hallen las piezas de encaje entre el “No matarás” y “Lo hago en nombre de Dios”. No es nada nuevo: a lo largo de la historia se han dado numerosos ejemplos, hasta podría decir que demasiados.

Además de incumplir el “No matarás”, también tienen en común otros rasgos. Sus defensores más acérrimos son guerreros; puede que con credos y costumbres diferentes, pero unidos por una misma opinión: que sólo a través de la violencia y la muerte pueden dársele solución a las cosas. Las víctimas más numerosas y débiles de esta actitud producto de un exceso de testosterona son los niños, las mujeres y las personas de mayor edad, quienes no cuentan sino es para alimentar sus oídos y proporcionarles razones.

Hay más hombría y virilidad en los hombres que intentan preservar la vida y la dignidad de las personas; que creen en la igualdad entre sexos y en la justicia social, que entre quienes aprietan el gatillo o dan órdenes para que sean bombardeadas zonas habitadas por civiles. A los primeros se les suele tildar de “blandos” y “gallinas”, mientras que de los segundos se dice que son “de hierro” o “halcones”. Yo simplemente los llamo asesinos.

Dado que según estas tres confesiones litigantes existe el Más Allá, quizás estaría bien que los ciudadanos y ciudadanos que estamos en el más acá empecemos a movilizarnos para que Dios, en cualquiera de sus tres versiones, quede al margen de los conflictos y se comience a aplicar la Ética, la igualdad y la justicia social ante la lógica destructiva de los guerreros.

La legitimidad para pedir tan disparatada cosa emana de mi condición de mujer progresista, que entiende la vida como construcción y bienestar; no como una barbarie, por más que las hazañas bélicas proporcionen satisfacción a los héroes de la guerra.

Dichosos sean los pueblos que aman a sus hombres y mujeres, que son capaces de pensar por sí mismos, no obedecen ciegamente y sólo se dejan ordenar por lo que consideran razonable y ético.

11 agosto 2006

Bush, el creador de monstruos

Sevilla, 11 de agosto de 2006


El siglo XX ha sido un siglo fértil en guerras, masacres y torturas, con dos guerras mundiales de efectos devastadores sobre la población civil que las sufrió. Bajo mi punto de vista, lo más característico de estos cien años fueron los asesinos colectivos, los verdugos que sometieron a la ciudadanía de sus respectivos países a la miseria, al hambre, al miedo y al terror durante décadas. Sí, sin duda, el siglo XX fue el siglo de los monstruos, también llamados dictadores.

Estos seres inmundos, perversos, que asolaron a la humanidad, fueron fruto de los tiempos en que vivieron. La vileza de sus crímenes puede entenderse en parte como una consecuencia de los cuatro años de carnicería de la I Guerra Mundial. Este período de tiempo provocó una ruina intelectual y emocional y propició que muchos perdieran las inhibiciones propias de la civilización.

Paradigmas de esta degeneración moral y ética son personajes, tan diferentes entre sí y enemigos, como iguales eran en el uso del terror y en su maestría en quitar vidas y humillar pueblos: Adolf Hitler y Joseph Stalin.

Nadie ha podido todavía explicar porqué una persona tan insignificante como Hitler pudo ejercer una influencia tan monstruosa sobre los alemanes. Representó el grado máximo de desintegración de la personalidad, condujo a su país y a Europa a la II Guerra Mundial. Anteriormente, había dado muerte de la forma más miserable y ruin que cabe imaginar a lo que los nazis llamaban “males alemanes”, refiriéndose a comunistas, socialdemócratas, socialistas, homosexuales y toda clase de personas que se opusieran de alguna manera a su régimen. Ya con la guerra perdida, decretó oralmente exterminio sistemático de los hebreos, pasiva y pormenorizadamente. Su locura y odio no tenían límites.

Si la figura de Hitler nos provoca escalofríos, la de Stalin podría helarnos la sangre. Su planificación a nivel estatal fue tan desastrosa que millones de personas perecieron de hambre. Preso de su paranoia, atribuyó los malos resultados a la acción de saboteadores; inició una búsqueda general de chivos expiatorios. Se calcula que entre ocho y diez millones de personas fueron víctimas del terror, pagando con sus vidas los delirios de un loco. Bajo su tiranía, Rusia pasó a ser un país esclavo contenido en una enorme malla tejida con campos de concentración, llamados “gulag”.

Y si estos hechos pasados nos resultan horripilantes, son capaces de erizarnos el vello y de hacernos sentir vergüenza por formar parte de una humanidad que llegó a tales extremos, no es menos cierto que en la actualidad dirigentes de países democráticos como Estados Unidos, con sus equivocaciones están creando nuevos monstruos capaces de bañarnos de nuevo a todos en sangre. De nada sirve la experiencia del pasado si vuelven a cometerse los mismos errores.

La decisión de intervenir en Irak como respuesta a los atentados del 11-S es una de las decisiones más nefastas tomada por dirigente alguno a la luz de la historia, máxime si proviene de un país democrático.

A las miles de víctimas civiles que nada tenían que ver con Sadam, se suman las vidas perdidas de los soldados estadounidenses. Bush ha convertido el país en un auténtico infierno. Si antes no había un solo atentado integrista, ni grupos como Al-Qaeda o Hizgolá poseían la más mínima estructura que hiciera de ellos eficaces, ahora nos encontramos a diario con atentados que se cobran miserablemente vidas de civiles.

Además, emerge una figura tan brutal y peligrosa como la de los dictadores mencionados anteriormente: el presidente de Irán Rasauyani. En su condición de primer ministro, mantiene sometida a la mitad de la población y la priva de cualquier tipo de derechos. Su delito: ser mujer. En las cárceles iraníes se torturan a hombres por otro terrible delito: ser homosexual. Este siniestro personaje, que ahora saca pecho y nos amenaza con sus investigaciones sobre la bomba atómica, se lo permite gracias a la torpeza del señor Bush y a su política disparatada y vehemente.

Si Rasauyani en la actualidad supone una amenaza, es debido al presidente de los Estados Unidos, quien en ningún momento supo valorar el calado de sus desdichadas acciones bélicas. Que en el pasado hubiera que padecer y temer a los dictadores y asesinos colectivos, propiciados por un determinado momento histórico es grave; pero que sea la pura estupidez de un dirigente en pleno siglo XXI la que haga materializar la figura de un iluminado que sueña con imponer un estado confesional a un nivel mundial, basándose en su interpretación personal del Corán y con, por si fuera poco, capacidad para fabricar bombas atómicas, se podría calificar de crimen contra la humanidad.

10 agosto 2006

Relatos cortos. Dulce de membrillo.



Era una mujer mediana; casi diríase que pequeña, pero poseía un carácter vigoroso y fuerte. Vivía desde hacía años con un gigantón que siempre había trabajado en el puerto como estibador, hasta que aquella extraña enfermedad anidó en sus pulmones y lo imposibilitó para cualquier labor física.

Desde el primer momento ella cuidó de él; se ocupó de sus medicinas, de su descanso y de su alimentación con un pequeño sueldo de limpiadora de los puestos del mercado. Sin embargo, la instalación de aquellos grandes almacenes cercanos hacía cada vez más escaso su salario. Por otro lado, el gigantón con lo que realmente disfrutaba en la vida eran sólo dos cosas: su compañía y el dulce de membrillo.

Su casero era tan impresentable y repugnante como miserable. No era la primera vez que se retrasaba en el pago del alquiler de las dos humildes habitaciones en las que vivían, pero lo cierto es que los ahorros de los que ambos disponían hacía tiempo que se les había acabado. A ella le resultaba cada vez más difícil conseguir dinero para satisfacer el pago de la mensualidad.

Siempre a petición de ella, se reunía con su casero en una de las muchas tabernas de la zona. Ella no quería que el poderoso descargador de muelle que su compañero fuera en otros tiempos sufriera por la precariedad económica por la que pasaban.

El casero gustaba de llevar una enorme pinza en la corbata que, junto con sus incisivos de oro y sus gruesos dedos, le conferían un aspecto extraño, entre lo fantasmagórico y lo real. La última vez, cuando ella llegó ya la estaba esperando.Al sentarse, sin preámbulos se lo espetó en la cara: “si de aquí a veinticuatro horas no me pagas lo que me debes, te desahucio, a ti y a tu hombre y dormís en la calle. No tendréis ni un minuto de más”.

De regreso a su casa, la idea de ver sufrir aquella humillación al gigantón con quien había compartido su vida se le hacía insoportable. Pero no tenía dinero para pagar la deuda y conocía la crueldad del casero: sabía que la amenaza era real. Todo esto hacía la situación más inaguantable. Cuando llegó al hogar, se acercó a la cama de él con una sonrisa en la boca y un trozo de carne de membrillo entre sus manos. El hombre con suma dificultad, asfixiándose en la cama, exclamó con alegría:

- ¡El mejor momento del día! ¡Mi mujer y el dulce de membrillo! A pesar de todo sigo siendo afortunado.

Aquellas palabras la estremecieron y, mientras cortaba el dulce en pequeños dados como a él le gustaba, tomó una determinación.

Besó a su hombre en la frente, asegurándole que volvería enseguida después de solucionar unas pocas cosas para el trabajo del día siguiente.

Salió a la calle con el mismo cuchillo con el que había cortado el membrillo oculto en su mantilla. Jamás habría hecho daño a nadie; pero entre el mundo, el bien, la honradez y su hombre, siempre elegiría lo último. Recorrió la ciudad de una punta a otra, hasta llegar a la zona alta residencial y se apostó en una oscura callejuela. Estaba serena y tranquila, ella, que siempre había sido un manojo de nervios. Permaneció quieta, con la mente en blanco hasta perder la noción del tiempo. Un leve ruido la sacó de su ensimismamiento: alguien caminaba hacia el lugar donde estaba dando tumbos. La manera de caminar, junto con el vocablo y algún trozo de canción que salía de su boca daban una idea clara de la clase de la que venía. Sin pensarlo un momento, se puso ante él y, con el miedo en el estómago pero con el puso firme le asestó varias puñaladas. Debido además a su corta estatura, una de ellas le desgarró el paquete sexual produciendo una muerte inmediata: se desangró con la misma rapidez con la que una gota de agua se mezcla en el torrente de un río.

Inmediatamente introdujo su mano en la chaqueta, extrajo el dinero que contenía la cartera y la dejó encima del cuerpo. Limpió el cuchillo en la ropa del cadáver y se alejó sumida en una extraña sensación de irrealidad. Volvió a su casa. Él dormía; junto a la luz del hornillo de la cocina se paró a contar los billetes. Era mucho más de lo que necesitaba. Separó la parte que debía al casero y el resto la guardó en un bote de galletas en la alacena. Se sentó junto a la cama hasta que amaneció. Al despertar él la vio vestida de calle, mirándole y con el café preparado.

- No te he sentido ni llegar ni levantarte

Con una sonrisa en los labios, ella exclamó:

- Ya sabes, ¡soy tan poca cosa…!

Después de desayunar, se marchó al mercado hasta que llegó la hora convenida con el casero en la taberna. Fue allí; esperó y esperó, pero este no aparecía. Cansada, decidió marcharse: total, ya aparecería. A ella ya no le preocupaba, tenía el dinero del alquiler para mucho tiempo.

En el otro extremo de la ciudad, la policía examinaba el cuerpo de un hombre con dientes de oro, enorme pinza de corbata y gruesos dedos. El detective de mayor edad determinó que el asesinato había sido un ajuste de cuentas de algún proxeneta. Los sitios donde le habían asestado las cuchilladas y la violencia de las mismas así lo acreditaban. Esta fue la versión oficial. Hubo sospechosos y detenidos, interrogatorios y seguimientos, pero no se descubrió al proxeneta asesino. Así constó en los informes policiales.

La carne de membrillo y su compañera no le faltaron hasta que una fría mañana de invierno sus pulmones se rompieron, muriendo en su cama, en su casa de dos habitaciones.
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09 agosto 2006

Relatos cortos. Creación.

8 de febrero de 2006


“Y el séptimo, descansó”.

Después de comprobar que lo que ya había realizado le gustaba, decidió continuar creando; de tal manera y con tanto ímpetu que llegó un momento en que perdió la noción de los planetas que había diseñado y de las vidas que en ellos había puesto y, en aquel preciso momento, cayó en la cuenta de que no había elaborado inventario alguno.

Se sintió un tanto perdido porque, aunque podía recordar los nombres de la mayoría de los planetas que había creado, no lo hacía con todos. No obstante no decayó su vigor: más bien al contrario, supuso un acicate; igual que la gasolina para el fuego. Hasta tal punto sufría de fiebre creadora que llegó al extremo del agotamiento.

Luego de recuperarse, empezó a ocuparse de otros asuntos: cuestiones no menos importantes que las realizadas anteriormente. Puso tanto empeño en estas otras labores que pasó un tiempo sin que recordara sus sistemas planetarios.

Un lapso impreciso después, que podríamos cifrar en miles o millones de años, por usar nuestra unidad de tiempo, decidió que era hora de elaborar un censo el que se recogiera detalladamente todo lo que había creado para revisar concienzudamente su obra. Hubo algo que le extrañó: cuando llegó a los planetas a los que había puesto nombre, entre todos ellos a primera vista, desde los del principio hasta los del final no destacaba ninguno en particular; pero fijando su atención había uno etiquetado como “Tierra” que consiguió despertar su interés. Quizás porque fuera uno de los intermedios no le había dedicado el tiempo entusiasta del novel, ni lo concluyó con la mano experta con la que finalizó el último de ellos.

Ajustando sus ojos de manera microscópica, se dispuso a su contemplación. Resultaba curioso como aquellas minúsculas criaturas habían evolucionado por sí mismas. Habían levantado civilizaciones, se dotaron de leyes y hasta desarrollaron ética y moral. Incluso después de un prolongado período de tiempo en el que adoraron a varios dioses, terminaron cayendo en una etapa monoteísta.

Pero por otro lado la muerte, la barbarie, las enfermedades y el hambre seguían azotando aquel planeta con todos sus otros avances. Decidió entonces tomar cartas en el asunto y solucionar lo que desde primera hora debería haber hecho bien. Cuando iba a empezar la labor, escuchó las voces de sus padres que lo llamaban para comer.

Así que decidió que lo solventaría más tarde. Total, llevaban unos miles de años solos: por otros cuantos tampoco iba a pasar nada.

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05 agosto 2006

37 razones para dimitir

Sevilla, 5 de agosto de 2006

Es en ocasiones conveniente, incluso necesario, dejar pasar días antes de expresarnos sobre determinados temas de la manera más adecuada, porque la indignación puede hacernos no encontrar los términos justos, las palabras precisas con la que queremos hacernos entender.
Las descalificaciones del responsable de política exterior del PP, el señor Aristegui quien, haciendo uso pleno de su libertad de expresión, se dirigió al presidente del gobierno para llamarlo “antisemita”, resultan contradictorias y un tanto groseras en relación con la posterior condena que hizo del ataque llevado a cabo por el ejército israelí contra la población libanesa. Un ataque que nos ha dejado la escalofriante cifra de 63 muertos, 37 de los cuales eran niños y niñas.

¿Qué pudo cambiar en el portavoz popular para condenar este hecho sin paliativos cuando, escasos días antes, justificaba la intervención militar y criticaba tan duramente al presidente Zapatero?

Tal vez al señor Aristegui, como a otros dirigentes del Partido Popular, haya que otorgarle el beneficio de la duda y pensar que, en su ignorancia, desconoce que cuando un blindado dispara munición de carga hueca 45, lo más probable es que se lleve por delante todo lo que encuentre, sean hombres y mujeres inocentes, niños o terroristas.

Quizás desconozcan los señores dirigentes del PP que no existen armas capaces de discriminar objetivos en función del colectivo al que pertenezcan; que cuando se dispara un proyectil y este da en el blanco, no hay vuelta atrás. No conozco a nada ni a nadie con la facultad de devolver la vida a los muertos, aunque el fallecimiento se haya producido por “error” o sea consecuencia de “daños colaterales”.

Cuando se confunden la política, que no es otra cosa que ponerse al servicio del pueblo mediante la ideología que se profesa, con el ataque arbitrario y el odio visceral, según mi criterio se comete un exceso tan vergonzoso como vergonzante es también no dimitir cuando existen razones más que justificadas para hacerlo. Es algo no obstante a lo que estamos acostumbrados y, por tanto, casi nadie hace caso de estas cuestiones. Por supuesto, existen además miles de excusas retóricas para eludir tal acto, mientras que, en este caso, “sólo” tiene 37 razones por las que debería dimitir, señor Aristegui.