10 agosto 2006

Relatos cortos. Dulce de membrillo.



Era una mujer mediana; casi diríase que pequeña, pero poseía un carácter vigoroso y fuerte. Vivía desde hacía años con un gigantón que siempre había trabajado en el puerto como estibador, hasta que aquella extraña enfermedad anidó en sus pulmones y lo imposibilitó para cualquier labor física.

Desde el primer momento ella cuidó de él; se ocupó de sus medicinas, de su descanso y de su alimentación con un pequeño sueldo de limpiadora de los puestos del mercado. Sin embargo, la instalación de aquellos grandes almacenes cercanos hacía cada vez más escaso su salario. Por otro lado, el gigantón con lo que realmente disfrutaba en la vida eran sólo dos cosas: su compañía y el dulce de membrillo.

Su casero era tan impresentable y repugnante como miserable. No era la primera vez que se retrasaba en el pago del alquiler de las dos humildes habitaciones en las que vivían, pero lo cierto es que los ahorros de los que ambos disponían hacía tiempo que se les había acabado. A ella le resultaba cada vez más difícil conseguir dinero para satisfacer el pago de la mensualidad.

Siempre a petición de ella, se reunía con su casero en una de las muchas tabernas de la zona. Ella no quería que el poderoso descargador de muelle que su compañero fuera en otros tiempos sufriera por la precariedad económica por la que pasaban.

El casero gustaba de llevar una enorme pinza en la corbata que, junto con sus incisivos de oro y sus gruesos dedos, le conferían un aspecto extraño, entre lo fantasmagórico y lo real. La última vez, cuando ella llegó ya la estaba esperando.Al sentarse, sin preámbulos se lo espetó en la cara: “si de aquí a veinticuatro horas no me pagas lo que me debes, te desahucio, a ti y a tu hombre y dormís en la calle. No tendréis ni un minuto de más”.

De regreso a su casa, la idea de ver sufrir aquella humillación al gigantón con quien había compartido su vida se le hacía insoportable. Pero no tenía dinero para pagar la deuda y conocía la crueldad del casero: sabía que la amenaza era real. Todo esto hacía la situación más inaguantable. Cuando llegó al hogar, se acercó a la cama de él con una sonrisa en la boca y un trozo de carne de membrillo entre sus manos. El hombre con suma dificultad, asfixiándose en la cama, exclamó con alegría:

- ¡El mejor momento del día! ¡Mi mujer y el dulce de membrillo! A pesar de todo sigo siendo afortunado.

Aquellas palabras la estremecieron y, mientras cortaba el dulce en pequeños dados como a él le gustaba, tomó una determinación.

Besó a su hombre en la frente, asegurándole que volvería enseguida después de solucionar unas pocas cosas para el trabajo del día siguiente.

Salió a la calle con el mismo cuchillo con el que había cortado el membrillo oculto en su mantilla. Jamás habría hecho daño a nadie; pero entre el mundo, el bien, la honradez y su hombre, siempre elegiría lo último. Recorrió la ciudad de una punta a otra, hasta llegar a la zona alta residencial y se apostó en una oscura callejuela. Estaba serena y tranquila, ella, que siempre había sido un manojo de nervios. Permaneció quieta, con la mente en blanco hasta perder la noción del tiempo. Un leve ruido la sacó de su ensimismamiento: alguien caminaba hacia el lugar donde estaba dando tumbos. La manera de caminar, junto con el vocablo y algún trozo de canción que salía de su boca daban una idea clara de la clase de la que venía. Sin pensarlo un momento, se puso ante él y, con el miedo en el estómago pero con el puso firme le asestó varias puñaladas. Debido además a su corta estatura, una de ellas le desgarró el paquete sexual produciendo una muerte inmediata: se desangró con la misma rapidez con la que una gota de agua se mezcla en el torrente de un río.

Inmediatamente introdujo su mano en la chaqueta, extrajo el dinero que contenía la cartera y la dejó encima del cuerpo. Limpió el cuchillo en la ropa del cadáver y se alejó sumida en una extraña sensación de irrealidad. Volvió a su casa. Él dormía; junto a la luz del hornillo de la cocina se paró a contar los billetes. Era mucho más de lo que necesitaba. Separó la parte que debía al casero y el resto la guardó en un bote de galletas en la alacena. Se sentó junto a la cama hasta que amaneció. Al despertar él la vio vestida de calle, mirándole y con el café preparado.

- No te he sentido ni llegar ni levantarte

Con una sonrisa en los labios, ella exclamó:

- Ya sabes, ¡soy tan poca cosa…!

Después de desayunar, se marchó al mercado hasta que llegó la hora convenida con el casero en la taberna. Fue allí; esperó y esperó, pero este no aparecía. Cansada, decidió marcharse: total, ya aparecería. A ella ya no le preocupaba, tenía el dinero del alquiler para mucho tiempo.

En el otro extremo de la ciudad, la policía examinaba el cuerpo de un hombre con dientes de oro, enorme pinza de corbata y gruesos dedos. El detective de mayor edad determinó que el asesinato había sido un ajuste de cuentas de algún proxeneta. Los sitios donde le habían asestado las cuchilladas y la violencia de las mismas así lo acreditaban. Esta fue la versión oficial. Hubo sospechosos y detenidos, interrogatorios y seguimientos, pero no se descubrió al proxeneta asesino. Así constó en los informes policiales.

La carne de membrillo y su compañera no le faltaron hasta que una fría mañana de invierno sus pulmones se rompieron, muriendo en su cama, en su casa de dos habitaciones.
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