Reflexiones de Plumilla: Los que vivimos sin Dios
Sevilla, 19 de agosto de 2006
Las personas que respetamos las creencias religiosas, aunque no participemos de ellas, que observamos la Fe como un Don Divino, incuestionable e incuestionado de los que la poseen, siempre que los preceptos no vayan en contra de la Ética ni de los Derechos Humanos, solemos tener problemas.
El primero es de género. Si eres mujer, estás privada en las tres grandes religiones monoteístas de Occidente de cualquier tipo de protagonismo. La sumisión, junto con la obediencia al varón que las lidera, es una constante en ellas. Y eso cuando no estamos directamente proscritas aunque toleradas, por el ser origen primigenio del pecado, ya sea sobrevenido u original.
El segundo problema con el que nos topamos es el del criterio que se sigue para respetar o no la vida humana, según los principios religiosos de estas tres confesiones. A través de la pantalla del televisor, veo como un hebreo recita fragmentos de la Torá sobre un blindado que escasos minutos antes ha vomitado fuego, sangre y muerte en forma de proyectil. En otro canal, observo a un miliciano musulmán portar en una mano una AK-47 y en la otra una bandera que contiene pasajes del Corán. En el mismo reportaje aparece, en una escena de archivo, al presidente de los Estados Unidos ataviado con uniforme de aviador arengando a las tropas; anunciándoles con el rostro lleno de satisfacción que la guerra contra Irak ha terminado y cierra su discurso con un “Dios Bendiga América”, desde su fe de cristiano protestante.
Puede comprobarse con nitidez que las tres religiones incumplen el precepto que les dio forma: “No matarás”. Mandato que queda claramente explícito en sus tres Sagradas Escrituras.
Segura estoy de la existencia de teólogos que hallen las piezas de encaje entre el “No matarás” y “Lo hago en nombre de Dios”. No es nada nuevo: a lo largo de la historia se han dado numerosos ejemplos, hasta podría decir que demasiados.
Además de incumplir el “No matarás”, también tienen en común otros rasgos. Sus defensores más acérrimos son guerreros; puede que con credos y costumbres diferentes, pero unidos por una misma opinión: que sólo a través de la violencia y la muerte pueden dársele solución a las cosas. Las víctimas más numerosas y débiles de esta actitud producto de un exceso de testosterona son los niños, las mujeres y las personas de mayor edad, quienes no cuentan sino es para alimentar sus oídos y proporcionarles razones.
Hay más hombría y virilidad en los hombres que intentan preservar la vida y la dignidad de las personas; que creen en la igualdad entre sexos y en la justicia social, que entre quienes aprietan el gatillo o dan órdenes para que sean bombardeadas zonas habitadas por civiles. A los primeros se les suele tildar de “blandos” y “gallinas”, mientras que de los segundos se dice que son “de hierro” o “halcones”. Yo simplemente los llamo asesinos.
Dado que según estas tres confesiones litigantes existe el Más Allá, quizás estaría bien que los ciudadanos y ciudadanos que estamos en el más acá empecemos a movilizarnos para que Dios, en cualquiera de sus tres versiones, quede al margen de los conflictos y se comience a aplicar la Ética, la igualdad y la justicia social ante la lógica destructiva de los guerreros.
La legitimidad para pedir tan disparatada cosa emana de mi condición de mujer progresista, que entiende la vida como construcción y bienestar; no como una barbarie, por más que las hazañas bélicas proporcionen satisfacción a los héroes de la guerra.
Dichosos sean los pueblos que aman a sus hombres y mujeres, que son capaces de pensar por sí mismos, no obedecen ciegamente y sólo se dejan ordenar por lo que consideran razonable y ético.
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