Irrealidad
26 de septiembre de 2005
La negación de la realidad no es algo nuevo, y que por lo tanto pueda sorprenderme. A lo largo de mi vida me he topado con esta situación en numerosas ocasiones, y después de analizarlas todas, he llegado a la conclusión de que la negación de la realidad no pertenece al ámbito de lo patológico en tanto que se circunscribe al de la moral. La negación de los hechos no es otra cosa que un intento de distorsionar la realidad, que no de mentir. La enemiga de la mentira es la verdad, y esta termina por imponerse.
La distorsión de la realidad no tiene una oposición concreta que le pueda hacer frente, como en el caso de la mentira. Así pues, se crean una suerte de filtros entre la verdad y la mentira que pueden ser muy peligrosos en general, y letales si este comportamiento se lleva al ámbito de la política en particular. Tomemos como ejemplo de esta forma de actuar al Tercer Reich durante la Segunda Guerra Mundial. Este régimen llevó a cabo el exterminio físico de miles de sus opositores ideológicos y de personas que no “encajaban” en su modelo de sociedad: demócratas, líderes sindicales, socialistas, homosexuales, discapacitados psíquicos, republicanos españoles, etc. Estas miles de personas fueron la antesala de lo que todavía estaba por venir, lo que los nazis llamaron “el problema judío”.
Para solventar dicho “problema”, se creó toda una infraestructura de devastación, tan cruel como fría y metódica, la cual planificaba trenes de un solo recorrido, cámaras de gas, hornos incineratorios… El aprovechamiento de los dientes de oro de los judíos para financiar esta gran máquina de la muerte le da, si cabe, un toque aún más macabro.
¿Qué ocurre cuando la realidad se distorsiona y aparecen personajes de tintes neonazi, que ponen en duda lo que sucedió en la historia con argumentaciones del tipo “el holocausto no existió, sino que la muerte de los judíos se debió a la falta de alimentos como consecuencia de la guerra” y que aseguran que los campos de exterminio no eran tales? Estas afirmaciones, aunque nos parezca mentira, van calando poco a poco. No se contraponen a la realidad directamente, sino que se insertan en el seno de la sociedad con un “no descarto que las cosas fueran de otra manera que la versión oficial”.
Pues bien, si nos trasladamos al terreno de la política, es esto mismo lo que se da cuando el señor Zaplana y el señor Rajoy manifiestan que “no descartan que el atentado del 11 de Marzo no fuera obra de los radicales islamistas y sí de ETA”.
Si después de la investigación policial y de las actuaciones judiciales que han llevado a la cárcel a parte de los islamistas, junto con los que les proporcionaron los explosivos; y si además a esto se le suma la inmolación, antes de ser detenidos, de siete de los terroristas; y en definitiva hoy por hoy no hay ni una sola prueba, ni una, que lo relacione con ETA, estos políticos suponen una ofensa a la inteligencia y a nuestras instituciones judiciales.
El no descartar algo sin ningún indicio que pueda establecer una suposición mínimamente razonable, es perder la cordura. No ya la política, sino la moral, la que nos diferencia de los radicales, sean estos del signo que sean.
La negación de la realidad no es algo nuevo, y que por lo tanto pueda sorprenderme. A lo largo de mi vida me he topado con esta situación en numerosas ocasiones, y después de analizarlas todas, he llegado a la conclusión de que la negación de la realidad no pertenece al ámbito de lo patológico en tanto que se circunscribe al de la moral. La negación de los hechos no es otra cosa que un intento de distorsionar la realidad, que no de mentir. La enemiga de la mentira es la verdad, y esta termina por imponerse.
La distorsión de la realidad no tiene una oposición concreta que le pueda hacer frente, como en el caso de la mentira. Así pues, se crean una suerte de filtros entre la verdad y la mentira que pueden ser muy peligrosos en general, y letales si este comportamiento se lleva al ámbito de la política en particular. Tomemos como ejemplo de esta forma de actuar al Tercer Reich durante la Segunda Guerra Mundial. Este régimen llevó a cabo el exterminio físico de miles de sus opositores ideológicos y de personas que no “encajaban” en su modelo de sociedad: demócratas, líderes sindicales, socialistas, homosexuales, discapacitados psíquicos, republicanos españoles, etc. Estas miles de personas fueron la antesala de lo que todavía estaba por venir, lo que los nazis llamaron “el problema judío”.
Para solventar dicho “problema”, se creó toda una infraestructura de devastación, tan cruel como fría y metódica, la cual planificaba trenes de un solo recorrido, cámaras de gas, hornos incineratorios… El aprovechamiento de los dientes de oro de los judíos para financiar esta gran máquina de la muerte le da, si cabe, un toque aún más macabro.
¿Qué ocurre cuando la realidad se distorsiona y aparecen personajes de tintes neonazi, que ponen en duda lo que sucedió en la historia con argumentaciones del tipo “el holocausto no existió, sino que la muerte de los judíos se debió a la falta de alimentos como consecuencia de la guerra” y que aseguran que los campos de exterminio no eran tales? Estas afirmaciones, aunque nos parezca mentira, van calando poco a poco. No se contraponen a la realidad directamente, sino que se insertan en el seno de la sociedad con un “no descarto que las cosas fueran de otra manera que la versión oficial”.
Pues bien, si nos trasladamos al terreno de la política, es esto mismo lo que se da cuando el señor Zaplana y el señor Rajoy manifiestan que “no descartan que el atentado del 11 de Marzo no fuera obra de los radicales islamistas y sí de ETA”.
Si después de la investigación policial y de las actuaciones judiciales que han llevado a la cárcel a parte de los islamistas, junto con los que les proporcionaron los explosivos; y si además a esto se le suma la inmolación, antes de ser detenidos, de siete de los terroristas; y en definitiva hoy por hoy no hay ni una sola prueba, ni una, que lo relacione con ETA, estos políticos suponen una ofensa a la inteligencia y a nuestras instituciones judiciales.
El no descartar algo sin ningún indicio que pueda establecer una suposición mínimamente razonable, es perder la cordura. No ya la política, sino la moral, la que nos diferencia de los radicales, sean estos del signo que sean.