18 septiembre 2006

Relatos Cortos. El álbum de fotos.


Era cruel por naturaleza. No había hecho alguno que lo justificara: había tenido una infancia normal, en un vecindario normal; se había educado en un colegio normal, con unos padres que lo querían.

Normalmente, sentía un profundo desprecio por los pobres o por aquellas personas a las que la vida había golpeado duramente y sin aviso. Esta violenta reacción contrastaba con su tolerancia y pasividad ante la miseria, la injusticia social y las demás desigualdades. Formaban parte del paisaje. Nunca a lo largo de su vida pensó que él podía hacer algo para combatirlas. La escasez de medios, la precariedad o el hambre formaban parte de la selección natural de las especies darviniana; sólo sobrevivían los individuos como él.

Tenía una percepción muy protestante de la indigencia: que alguien no gozara de los medios necesarios era una prueba clara e inequívoca de que Dios no estaba con él, o de que lo había abandonado. En contraposición a este punto de vista reformista, era puramente y, del modo más ortodoxo, católico cuando se preguntaba qué habría visto el Todopoderoso en aquellos ricachones que él no tuviera. Esto lo llevaba a pensar que el Hacedor del Universo era un ser caprichoso que no tenía claros ni los criterios ni las prioridades. Si no, no se entendía que él no fuera un potentado.

Su aspecto físico no era del todo desagradable a pesar de su gordura. Era gordura, que no obesidad. No sufría ningún trastorno alimentario, genético o cualquier otra disfunción que justificara tantísimo kilos de más. Lo suyo era pura glotonería y pereza. Todo aquello que le satisfacía era engullido de manera complaciente y sin ningún tipo de remordimientos: siempre tenía una justificación para su gula, hasta que llegó el día en que atarse los cordones suponía una auténtica proeza.

Pero en lo que resultaba un auténtico maestro sin igual era en maldad. Sabía utilizar las palabras adecuadas en el momento preciso para dañar o quebrar voluntades. Manejaba el lenguaje con tal soltura y perversión que si sus propias víctimas se daban cuenta de lo que eran objeto, se sentía complacido dentro de su catálogo de oscuridad.

Sentía predilección en este sentido por enfrentar entre sí a las buenas personas, tuvieran el grado de parentesco que fuera. Quizás podría decirse que cuánto más estrechos eran los lazos (padres, hermanos, hijos), mejor y más satisfecho se sentía, como un plus a su patología.

Para llevar a cabo estas maldades se servía diferentes instrumentos, tan pérfidos y putrefactos como el interior de su vísceras. Creaba avaricia donde nunca la habría habido de no mediar él; establecía enfrentamientos entre padres e hijos. No le importaba el tiempo que pudiera tomarle. Si conseguía llevar a personas a situaciones difíciles, penosas, de tristeza o de miseria no escatimaba en medios. Si procuraba su ruina desde el punto de vista moral, bien; si además podía añadirle la económica, mejor que mejor. El veneno de su actuación era como el buen vino: mejoraba con los años. Cubría todo además con una capa de bondad tan falsa como sus intenciones, pero al mismo tiempo tan indetectable como un sapo en un lodazal. Todo ello lo reafirmaban como un ser maligno y eficaz.

Paseaba por las calles de su ciudad como solía hacer de ordinario, cuando se percató de la presencia de una mendiga en la puerta de unos grandes almacenes. No era la primera vez que la veía, aunque no estaba seguro. No prestaba habitualmente atención a ese tipo de gentuza; pero esta vez hubo algo distinto que llamó su atención: un pequeño libro verde que portaba entre sus manos y que parecía un álbum de fotos. Una indigente con fotos, ¡eso era nuevo! Se mofó de ellas para sus adentro mientras se acercaba con pasos pausados. Se llevó una mano al bolsillo como argucia, porque en su ánimo estaba lejos querer ayudar a esa persona. Su curiosidad era cada vez más creciente. Cuando estaba cerca y sus ojos le permitieron escudriñar con claridad, quedó morbosamente fascinado: se trataba en efecto de un pequeño álbum de fotos que poseía la mujer junto con la caja de cartón donde depositaban las limosnas. En ella se podía leer “Soy viuda tengo cuatro hijos una ayuda por pequeña que sea porfavor”

Las fotos eran del velatorio de su difunto marido. Por un momento se olvidó de todo y mecánicamente comenzó a pasar hojas. En una imagen se veía al difunto, solo; en otra estaba rodeado por sus hijos, quienes apoyaban sus pequeñas manos en el borde del ataúd. Había otra en la que se contemplaba a la viuda a los pies del féretro, con un bebé en sus brazos.

En aquel instante, llevado como estaba por su fascinación y regocijo de mirón, algo pasó. Cuando quiso darse cuenta, ya no estaba en cuclillas, sino en posición horizontal y se sentía pequeño. Creía oír voces de niños a su alrededor, llantos y lamentaciones. Qué raro se sentía; no tenía idea de lo que estaba ocurriendo. Sobre todo, aquella extraña percepción de que le cubría algo, un cristal, un velo de plástico, era lo que le resultaba más desconcertante. Hasta que de pronto oyó el tintineo de unas monedas. Miró al frente desde la posición en la que se encontraba, el único gesto que podía permitirse y leyó aterrorizado a su lado un cartel que rezaba “Soy viuda tengo cuatro hijos…” Lleno de pavor e inmóvil, lo comprendió todo. Ahora era él quien estaba inserto en el pequeño álbum de fotos.
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